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Una noticia captó mi atención en estas últimas semanas, la declaración del vicepresidente de Venezuela a su regreso de China, de que había interés en adquirir tierras de su país para producir alimentos que necesitaba el gigante asiático. Esta incluía una rocambolesca declaración: “Hemos dado una inmensa batalla con inmensas inversiones, pero las cifras indican que estamos aún lejos de garantizar la seguridad y la soberanía alimentaria en nuestro país, y necesitamos por ello alianzas como la que tenemos con China”. En otras palabras: ceder tierras a empresas chinas para que desarrollen su agricultura.
Hasta ahora este tipo de grandes adquisiciones se habían limitado a África, donde empresas chinas y árabes compiten por hacerse de inmensos territorios, para establecer enclaves, en que producen alimentos, utilizando tecnología y trabajadores de dichos países, a cambio de arriendos, muchas veces, insignificantes. Las razones tras este fenómeno que ha implicado adquisiciones en torno a 35 millones de hectáreas, unas siete veces la superficie agropecuaria de nuestro país, son los altos precios de los productos agrícolas asociados a mayor demanda por parte de las economías emergentes, el crecimiento de cultivos para biocombustibles y los impactos del cambio climático, procesos todos que han significado incremento de los precios de los alimentos en el mercado mundial y, en muchos casos, volatilidad. En ese contexto, hacerse de millones de hectáreas en otros países resulta una tentación demasiado grande, especialmente si las regulaciones de esos países son débiles. China tiene apenas el 7% de la superficie agropecuaria, pero alberga casi el 20% de la población mundial.
Esta noticia venezolana abre una nueva frontera para las actividades de la República Popular China en nuestro continente. Hasta ahora sus intereses, vía préstamos concedidos por el Banco de Desarrollo de China y el Banco de Importaciones y Exportaciones principalmente, estuvieron asociados a grandes obras de infraestructura y explotación de recursos naturales, incluyendo petróleo y minas. En tercer lugar estuvieron préstamos de apoyo presupuestario garantizados por ventas de petróleo. Adicionalmente, muchas de estas operaciones exigen que se adquieran bienes originados en la potencia asiática o la contratación de sus empresas.
Estas grandes adquisiciones de tierras hechas por empresas asiáticas y árabes principalmente, y tal como ha documentado bien la ONG Oxfam, no benefician a los agricultores de los países destinatarios de dichas inversiones, muchas veces se asocian a graves violaciones de derechos humanos, no consultan previamente a las poblaciones afectadas y no contribuyen al desarrollo socioeconómico sustentable e incluyente. América Latina es una región rica en agricultura, con una notable experiencia en que funciona en este campo un segmento significativo de pequeños y medianos productores dinámicos. Me parece que en lugar de abrir sus fronteras a estas inversiones extracontinentales, debería fortalecer su integración en este campo. Esto no solo nos permitirá seguridad alimentaria, sino un papel mayor en los mercados agrícolas mundiales.
Unasur haría bien en promover programas de colaboración en investigación agropecuaria entre sus centros agropecuarios, incluyendo las universidades, promover un programa colaborativo de apoyo a la agricultura familiar y el desarrollo rural, establecer mecanismos de seguridad alimentaria compartida y apoyar a países como Venezuela a mejorar su desempeño en agricultura, seguridad alimentaria y desarrollo rural. Al mismo tiempo es imprescindible una política común que limite efectivamente estas grandes inversiones en tierra por parte de inversionistas no latinoamericanos, vengan de donde vengan.

por Manuel Chiriboga Vega @ChiribogaVeg para El Universo de Ecuador